viernes, 5 de noviembre de 2010

Segundo aniversario


La madrugada del 4 al 5 de noviembre de 2008, mientras veía en la televisión el recuento de votos de las elecciones presidenciales de EE.UU., me decidí a escribir mi primer post. Con él nació Sin saber nada.

Mi idea era hablar, escribir, opinar, sobre todo y sobre nada. Sobre temas serios, de los que no sé nada (y no es que de los que escriba sepa demasiado). El caso es que dos años después, y 63 post más tarde, sí, he escrito de lo que me propuse, de todo y de nada, pero sin seguir la que era mi idea inicial. Vamos, que aquí casi no hay política, ya ni te cuento de economía, y aparecen pocos problemas sociales. Aún así estoy contenta, ¡no es fácil mantener un blog dos años! Aunque tampoco difícil, siempre hay algo sobre lo que escribir, aunque haya épocas que las ganas o la imaginación no permitan rellenar líneas.

Una de las cosas que más me gustan de estos dos años es la relación blogger que hemos establecido unas cuantas compañeras de clase que, en realidad, nos hemos ido conociendo, en mucho casos, leyéndonos. Con lobbys o sin lobbys para publicar una nueva entrada, no miento si digo que ellas y sus blogs me han dado aliento para seguir publicando, y que entre los mejores ratos que estoy delante del ordenador están los que paso leyendo sus entradas. Quienes siguen este blog ya pueden imaginar de quienes hablo, pero no puedo acabar el párrafo sin nombrarlas (y enlazarlas, por supuesto), por marcar un orden, os enumero por las últimas actualizaciones: Blanca, Laura, Ruth, Irene, La mujer del médico y Patricia Vera.

Tampoco se me puede pasar por alto una de mis incondicionales, mi hermana Elena, que junto con mi padre, tambiñen incondicional (sobre todo en invierno) me suelen recordar que 'hace tiempo que no pasa nada en Sin saber nada'. Sin duda, amor de familia, pero que a mí me hace mucha ilusión.

Sé de algunos que se pasan por aquí de vez en cuando, y que cuando me lo dicen una sonrisa de sorpresa y alegría se dibuja en mi cara (incluso diría que me sonrojo). Algunos caerán por aquí de casualidad y otros ni siquiera pasarán. ¡Ahí lo bonito del mundo blog!

Joé, ni que hubiera escrito un libro y me lo fueran a publicar, pero es que hoy, no sé muy bien por qué, me hace especialmente ilusión que este blog haya cumplido dos años. Y espero que sean muchos más.

Homenajeando el final de los post de mi amiga-compañera de trabajo-socia: ¿nos vemos el año que viene el 5 de noviembre?

Foto: B'ahava

martes, 2 de noviembre de 2010

Las campanas


En los pueblos aún se sigue usando un lenguaje no verbal (en realidad este término no sé si puede trasladarse a una comunicación que no sea personal), que aunque de origen religioso los no creyentes conocemos e interpretamos. Es el de las campanas de la iglesia. Y digo en los pueblos, porque la contaminación acústica es menor que en las ciudades y las campanas se oyen desde cualquier lugar del núcleo rural (de ahí la altitud de los campanarios).

Las campanas de la iglesia tocan a diario, si es que a diario hay misa (ya se sabe que el número de curas decrece rápidamente en nuestro país -lo cual no es de extrañar- y en muchos pueblos los devotos practicantes han de contentarse con una misa al tercer día o, a dios gracias, si pueden escucharla el domingo). Las campanas informan de que en media hora tendrá lugar la eucaristía: primero las primeras, después las segundas y, el último aviso, el de las terceras (si no recuerdo mal). Al tocar estas, si te encuentras en las inmediaciones de la iglesia, puedes ver cómo los feligreses aceleran su paso para entrar en el templo.

Cuando era pequeña fui monaguilla, y me encantaba subir al campanario a tocar las campanas. En realidad nunca supe tocarlas, y siempre me marcaban el tono: las primeras eran más lentas, las segundas algo más rápidas y en las terceras el ritmo se aceleraba aún más. Más tarde la tecnología también llegó a ellas, las mecanizaron y, desde la sacristía, apretando un botón las activabas. ¡No era lo mismo!

También tocaba las campanas en verano cuando pasaba temporadas con mi abuela (la del otro pueblo). Ella se encargaba de tocarlas a diario a mediodía (no sé que significaba este repique, pero su sentido tenía, ¿el Angelus?), y el mecanismo aunque parecido era diferente. El campanario de esta iglesia era mucho más alto y para tocarlas no hacía falta subir hasta arriba, bastaba con abrir la pequeña puerta de debajo del coro y tirar de las sogas que pendían y caían desde las campanas.

Cuando a diario suenan las campanas no me dicen nada. Ya no me entero de si tocan las primeras, las segundas o las terceras. Eso sí, las presto atención cuando voy a ir a ver a mi abuela y me advierten de que, posiblemente, se esté preparando para ir a misa.

Cuando alguien fallece en el pueblo las campanas también suenan. Este sonido, sin embargo, sí me dice algo, me estremece, me pone en alerta. Es un sonido lento y prolongado. Triste. Un sonido que conmueve.

Al contrario, los días de fiesta las campanas replican alegremente, voltean sobre sí mismas animando aún más el ambiente. Suelen anunciar la salida o la entrada del santo venerado en esa fecha, el inicio de la procesión o el final de esta. Emiten un sonido que alegra, que hace sonreír y, que por si se te había olvidado, te recuerda que es fiesta. ¡Me gusta!

Curioso, el lenguaje de las campanas.

Foto: Campanario de Fuentepiñel (Segovia). M. San Felipe