lunes, 27 de abril de 2009
Ayer, domingo, mi despertador sonó a las siete de la mañana. Algo desganada, con las ojeras más marcadas de lo normal y con legañas, cogí el metro a las 8. Destino: Banco de España.
Llevaba desde el jueves refunfuñando por el madrugón dominguero. Renegando por despertarme más pronto de lo normal. Medio cabreada porque no iba a poder quedarme un rato largo en la cama tras trabajar seis días seguidos. El jueves me enteré que tenía que plantarme en Recoletos a las 8 de la mañana. En la Salida, de acompañante de un corredor de unos no sé cuántos mil más...
A pesar de mi desgana, algo me decía que, en realidad, el madrugón iba haber merecido, y mucho, la pena. Nos dirigíamos al 32 Maratón de Madrid.
En cada estación de metro se subía gente con chándal, mochilas, zapatillas de atletismo, pantalones cortos. Mayores, jóvenes, veinteañeros, treinteañeros, cuarentones... ¡octogenarios! O éso me parecían a mí, y creo no equivocarme. Transbordo en Príncipe de Vergara y andén repleto de atletas, deportistas aficionados e ilusionados.
Recoletos repleto. La salida de Banco de España casi colapsada. Estiramientos, calentamientos, olor a Réflex, sonrisas, ganas.
Mi desgana ya se había convertido en una gran admiración; y he de confesarlo, en envidia. Envidiaba a cada uno de los miles de corredores por su esfuerzo. A cada uno de los miles de corredores con una meta deportiva, pero sobre todo, con una meta personal.
Foto: Salida del 32 Maratón de Madrid, María San Felipe
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