El sombrío salón conserva el fresco en el verano, por eso la máquina de
coser colocada a la luz del ventanal que da a la calle no descansa en toda la
mañana. Tus pies pequeños mecen el pedal al son de una aguja que con su rítmico
vaivén dibuja con hilos de colores en las suaves telas que colocas bajo su afilado
movimiento. Tac, tac, tac; suenan al unísono aguja y pedal. Tac, tac, tac.
Mantón de manila bordado por la abuela Juanita. M. San Felipe |
El alféizar del ventanal hace las
veces de estantería. Las bobinas de colores, cuidadosamente colocadas en cajas
de plástico con tapas transparentes, parecen un muestrario que no pasa desapercibido
ante los ojos curiosos de una niña, pero no se tocan. Son los hilos de la
abuela, los de bordar joyas, se llamen sábanas o mantones de manila, como esos que
enviabas a artesanos de Sevilla para que les pusieran flecos.
Tac, tac, tac. En invierno la
máquina de coser no descansa, sólo cambia de ubicación, pasa a colocarse en el
cuarto, al calor de la estufa de leña y al lado de la ventana que da al patio. Tac,
tac, tac. Los gatos se agolpan en el cristal, parecen hipnotizados por el ritmo
del pedal y la aguja; quizá no quieran perderse nada de tu trabajo.
Ahora colocas tela sobre tela,
dibujas cuadrados. Las antiguas planchas de hierro se calientan en la estufa, ahí
donde después asarás castañas y cocerás agua con alguna hierba bien oliente. Te
ayudan en la labor, a alisar las arrugas de las telas que llamas trapos y con
los que haces tus tesoros de patchwork,
una técnica que aprendes de forma autodidacta y a la que tú llamas pasguord. Los trapos que un día se
convertirán en colchas, cojines y cortinas se guardan por tonalidades en cajas
bajo el sofá. Es el muestrario de invierno, hecho a base de jirones ordenados y
bien cuidados entre los se reconocen camisas y pantalones familiares ya
desechados.
Tac,
tac, tac, es la melodía de una vida dedicada con gusto a la costura y el
bordado. A tus labores, abuela, ese legado que querías dejarnos. Tac, tac, tac.
Ese tesoro.