jueves, 23 de febrero de 2012

Días 3 y 4. Marrakech-Zagora. Zagora-Marrakech

Pueblo bereber de la coordillera del Atlas

Nos preparamos para afrontar un viaje de más de 350 kilómetros para dormir a las puertas del desierto levantándonos a las 6:30 y sin desayunar. Nos dirigimos a Zagora en un minibús cargado con diecisiete turistas de varias nacionalidades; seis somos españoles y antes de salir de Marrakech ya nos hemos presentado.

Lo interesante de este maratón de 700 kilómetros en 2 días es la diversidad de paisajes que veremos. Antes de llegar a nuestro destino habremos atravesado el Atlas, contemplaremos los pueblos bereberes asentados, y casi camuflados, en esta cordillera; pasaremos de largo por los estudios cinematográficos de Ouarzazate, pararemos a comer en la terraza de un restaurante de adobe frente a la impresionante Kasbah de Taourirt, lista para albergar la primera edición del Festival Azalay. Alucinaremos con el paisaje lunar, o desierto pedregoso, que anuncia la llegada del sorprendete Valle del Draa, valle semidesértico pero agraciado con oasis autónomos que, al unirse, forman un extenso palmeral.

Kasbah de Taourirt, Ouarzazate
Las construcciones de adobe anaranjado son la tónica de los pueblos que atravesamos en nuestro camino. Las construcciones más modernas se distinguen sin dificultad, su color es el gris de los bloques de hormigón, aunque algunas casas están pintadas de rosa, como lo están los minaretes de las mezquitas, edificios que se nos presentan como los mejor cuidados. Las calles están sin asfaltar y, aunque las tiendas no se dejan ver con facilidad, los carteles de Coca-Cola aparecen en cualquier lugar. Incluso podemos encontrar hotel en un lugar inesperado.

Hotel en un pueblo del Valle del Draa

En los últimos 50 kilómetros de nuestro trayecto compartimos carretera con otros coches, motocicletas, bicicletas y muchos peatones. Al contrario que nosotros no caminan por el carril de la izquierda, en dirección contraria a la de los vehículos sino por la derecha, dándoles la espalda. Esta práctica no me gusta, me preocupa la seguridad de todas aquellas personas que han de andar por la carretera para poder realizar sus quehaceres rutinarios, que al parecer son bastantes (a la mañana siguiente podremos ver a muchos niños andando y en bici por la carretera, suponemos que para ir al colegio).

Tampoco me gusta lo que llevo observando desde que hemos salido de Marrakech, ¡la abundancia de basura! En las inmediaciones de las ciudades y los pueblos, en radios bastante amplios, los desperdicios aparecen por cualquier lugar, ¡sobre todo las bolsas de plástico! Al principio de nuestro viaje al desierto, medio adormilada por el traqueteo del minibús, abro los ojos y veo un campo yermo lleno de palitos secos y, ¿flores de colores? ¡No! Son bolsas de plástico. Y así durante todo el viaje. Bolsas de basura hasta en los regueros de agua que atraviesan, y dan vida, a los pueblos. Bolsas de basura de paso, guiadas por el viento hacia ninguna parte y destinadas a contaminar cualquier parte.

Pueblo de adobe del Valle del Draa

Llegamos a Zagora casi con el anochecido. Los camellos que nos esperan en realidad son dromedarios. Atravesando parcelas de palmeras parece que nunca llegaremos al esperado desierto. Mientras el sol se pone a nuestra espalda. El prometido atardecer en el desierto no es tan bucólico como imaginábamos. Moldear la postura y el movimiento del cuerpo a merced del traqueteo del dromedario, a la vez que te giras casi por completo sobre él para ver al sol esconderse, no es lo que nos habían prometido. Aún así, las vistas, los colores y las sombras merecen la pena.

Atardecer en las inmediaciones de Zagora

Los niños de las aldeas cercanas al camino que atravesamos salen a nuestro paso para pedir limosna. Con la mano estirada rezan "one dirham, one dirham". Escondidos pueden distinguirse a los adultos que les acompañan. A la mañana siguiente la escena volverá a repetirse. Con la luz de la mañana, pudimos distinguir sus manitas y cara sucias, sus ropas demasiado grandes y demasiado pequeñas, sus dientes ennegrecidos por la falta de calcio. Me sentí mal. Me sentí muy mal. Lo único que me venía a la mente era una escuela.

Cuando llegamos a nuestro campamento la noche ya casi era completa. Repartimos las jaimas para dormir y nos juntamos en la central, en donde tomamos té de menta y nos trajeron la cena: sopa marroquí, tajín de pollo y mandarinas. Una pena que entre la organización y los asistentes no hubiera apenas comunicación, echamos en falta algún tipo de explicación. Acabamos el día alrededor de una hoguera con cánticos y música bereber. Impresionante el cielo, aunque la contaminación lumínica de las ciudades cercanas se dejara ver a lo lejos.

Jaimas turísticas. Restos de la hoguera nocturna


Amanecer en el desierto, inmediaciones de Zagora

El sueño en la jaima ha sido profundo. El amanecer nos despierta a las 6 de la mañana. No es tan impresionante como me imagino, pero no todos los días se amanece en un desierto. Me gusta observar el color que va adquiriendo la arena según va apareciendo el sol. Tras el desayuno los camellos nos esperan y también el minibús. Ahora tenemos que deshacer los 350 kilómetros.

Pero aún nos quedan dos grandes sorpresas. Una rápida parada para divisar Agdz y la visita, más que obligada, a Aït Benhaddou y su kasbah, escenario conocido para aquellos que hayan visto películas como Lawrence de Arabia o Gladiator.

Kasbah Aït Benhaddou

Cuando se contempla esta belleza arquitectónica parece que hemos traspasado el tiempo, a pesar de que sus calles hayan perdido la autenticidad por verse repletas de tiendas de souvenirs y pañuelos de colores. No importa contemplar la kasbah desde arriba, desde abajo o desde el interior de sus callejones de tierra y guijarros, ¡deja sin palabras! Parece que estamos en un decorado de barro. ¡Gran colofón final!, aunque casi nos queda la mitad del viaje de vuelta.

Fotos: Marrakech-Zagora. Zagora-Marrakech, octubre 2011. M. San Felipe

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